“El truco más grandioso que el diablo jamás haya realizado es el de convencer al mundo que no existe”, dice un viejo proverbio inglés. Y es que, desde el anonimato uno puede gozar de libertades que de lo contrario serían imposibles. Imagínense ser famoso, una figura pública que es reconocida por todos. Salir a caminar a la calle es algo insólito, salvo que uno sea inmune al acoso constante de fanáticos, periodistas “amarillistas” y retractores. No es para todos, y difícilmente es compensado ese precio con los millones que no todos los famosos ganan. La libertad es un concepto, entonces, que no se ata solamente al poder adquisitivo. Es un ejercicio que contempla cuestiones que van desde el derecho mismo hasta lo espiritual, barriendo todo el campo de la realidad que incluye a la seguridad, al dinero, el trabajo, los amigos, la sociedad, el deseo, el respeto, y muchas cosas más. Como bien dice uno de los más importantes mandamientos del derecho, “la libertad de uno termina donde empieza la de los demás”.
Pero retomando el tema del anonimato, del “pasar desapercibido”, es importante hacer hincapié en los modos de vida que tan de moda se han puesto. El “tenerlo todo” ha pasado a ser una necesidad casi epidémica, donde el marketing ha llegado a convencernos que “no podemos vivir sin un celular con cámara, mp3 y pantalla color de 64bits”. Y ese “tenerlo todo” ha pasado a ser un reto, pues hay que probarle a los demás que es cierto, que vivimos cada vez mejor. Etse “mostrarlo todo” es un estereotipo típico de la sociedad de consumo, donde el brillo de lo “nuevo” intenta encandilar todo aquello que lo rodea, simulando mediante el confort una “vida mejor”. Es una actitud característica de los “nuevos ricos”, que tienen que exhibir su BMW cero kilómetro, su novia super top y su billetera abultada.
El tema es que ese estilo de vida corre riesgos, pues demanda una cobija que no puede asegurar una alarma, una compañía de seguros ni una vigilancia privada de 24hs. Y en un país como el nuestro, donde la igualdad de oportunidades cada día queda más obsoleta debido a una polarización cada vez más extrema, la cuestión de la inseguridad se vuelve un tema enciclopédico y muy complejo. Esta polarización social, que cada día hace más grande la brecha entre los ricos y los pobres, ha generado empresas y emprendimientos que en muchos casos ya son ridículos. Por ejemplo, en los EEUU existen ciudades que mediante túneles subterráneos y bien aclimatados, sirven de conexión entre torre y torre para los más ricos; o en Brasil, donde en muchos barrios privados se han llegado a construir y electrificar paredes para mantener fuera a los pobres y delincuentes que tanto temen y “atentan” con una forma de vida fuera de contexto.
Los ricos se han hacinado en sectores específicos, fácilmente identificables y altamente aislados del resto de la sociedad. Y estos “lugares” se han convertido en blancos fáciles para la delincuencia, que viene acumulando muchísimos episodios similares a los casos del operativo comando en el country San Eliseo (Guernica) o al de Ayres del Pilar. Todos productos de estilos de vida que se han “vendido” a los “nuevos ricos” y la “clase media alta” en ascenso, sin consideración de contexto, historia o impacto socio ambiental.
Cuanto más sabio suena el refrán inglés del diablo ahora, ese que ejercitan los “viejos ricos” que, sin querer llamar la atención, viven entre la población común, no tienen necesidad de comprar el último grito de la moda ni de aislarse del mundo. Porque el “ser urbano” entiende las virtudes de vivir en la ciudad, de salir a la calle y a la plaza, de gozar de los beneficios que la ciudad fomenta; la comunidad. Porque en la ciudad heterogénea y cosmopolita se dan los grandes fenómenos culturales, sociales y tecnológicos. Es el habitat cívico por excelencia, es el ejercicio vital de la democracia. Entre todos debemos recuperar la calle, bien público por excelencia y patrimonio cultural de la humanidad.
Pero retomando el tema del anonimato, del “pasar desapercibido”, es importante hacer hincapié en los modos de vida que tan de moda se han puesto. El “tenerlo todo” ha pasado a ser una necesidad casi epidémica, donde el marketing ha llegado a convencernos que “no podemos vivir sin un celular con cámara, mp3 y pantalla color de 64bits”. Y ese “tenerlo todo” ha pasado a ser un reto, pues hay que probarle a los demás que es cierto, que vivimos cada vez mejor. Etse “mostrarlo todo” es un estereotipo típico de la sociedad de consumo, donde el brillo de lo “nuevo” intenta encandilar todo aquello que lo rodea, simulando mediante el confort una “vida mejor”. Es una actitud característica de los “nuevos ricos”, que tienen que exhibir su BMW cero kilómetro, su novia super top y su billetera abultada.
El tema es que ese estilo de vida corre riesgos, pues demanda una cobija que no puede asegurar una alarma, una compañía de seguros ni una vigilancia privada de 24hs. Y en un país como el nuestro, donde la igualdad de oportunidades cada día queda más obsoleta debido a una polarización cada vez más extrema, la cuestión de la inseguridad se vuelve un tema enciclopédico y muy complejo. Esta polarización social, que cada día hace más grande la brecha entre los ricos y los pobres, ha generado empresas y emprendimientos que en muchos casos ya son ridículos. Por ejemplo, en los EEUU existen ciudades que mediante túneles subterráneos y bien aclimatados, sirven de conexión entre torre y torre para los más ricos; o en Brasil, donde en muchos barrios privados se han llegado a construir y electrificar paredes para mantener fuera a los pobres y delincuentes que tanto temen y “atentan” con una forma de vida fuera de contexto.
Los ricos se han hacinado en sectores específicos, fácilmente identificables y altamente aislados del resto de la sociedad. Y estos “lugares” se han convertido en blancos fáciles para la delincuencia, que viene acumulando muchísimos episodios similares a los casos del operativo comando en el country San Eliseo (Guernica) o al de Ayres del Pilar. Todos productos de estilos de vida que se han “vendido” a los “nuevos ricos” y la “clase media alta” en ascenso, sin consideración de contexto, historia o impacto socio ambiental.
Cuanto más sabio suena el refrán inglés del diablo ahora, ese que ejercitan los “viejos ricos” que, sin querer llamar la atención, viven entre la población común, no tienen necesidad de comprar el último grito de la moda ni de aislarse del mundo. Porque el “ser urbano” entiende las virtudes de vivir en la ciudad, de salir a la calle y a la plaza, de gozar de los beneficios que la ciudad fomenta; la comunidad. Porque en la ciudad heterogénea y cosmopolita se dan los grandes fenómenos culturales, sociales y tecnológicos. Es el habitat cívico por excelencia, es el ejercicio vital de la democracia. Entre todos debemos recuperar la calle, bien público por excelencia y patrimonio cultural de la humanidad.
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