¡Con el campo no!, decían en Plaza de Mayo algunas señoras de clase media haciendo resonar sus chillonas cacerolas Essen, luego del discurso de Cristina de Kirschner. Lejos de estar del lado del superpoderoso matrimonio K, me atrevo a sospechar que estas señoras no saben –o no quieren entender- básicamente, la historia.
La historia argentina, sin ser estrictamente cronológicos, nos deja ver –fácilmente- que (toda la vida) la oligarquía de los terratenientes se ha cagado (con mucho olor a bosta) en nuestro país, defendiendo solamente su fortuna.
En 1931, la Sociedad Rural se oponía al uso del tractor y proponía seguir trabajando con caballos. Así se defendían los “intereses del país”, decían. Veinte años después insistían con lo mismo: “es más fácil que llegue pasto al estomago de un caballo que nafta al tanque de un pesado camión”, proclamaban.
En la década del sesenta, Argentina tenía dieciséis veces menos tractores que Francia, y diecinueve veces menos tractores que El Reino Unido. Argentina consumía ciento cuarenta veces menos fertilizantes que Alemania Occidental. Los rendimientos de trigo, maíz y algodón de la agricultura argentina eran mucho más bajos que los de los países superdesarrollados. Sepamos diferenciar, en proporción, las superficies de hectáreas arables de nuestro país con las de los otros mencionados.
Por supuesto que en aquellos tiempos los dueños de las tierras ganaban más que suficiente, el interés privado del productor estaba en las antípodas del interés de la sociedad en su conjunto.
En 1968, el dictador Juan Carlos Onganía, intentó aplicar un nuevo régimen de impuestos a la propiedad rural. El proyecto consistía en cobrar más caro los tributos a las tierras improductivas que a las productivas. Los ganaderos montaron en cólera y Onganía se tuvo que meter el nuevo sistema en el upite. La extensión de las propiedades, aunque no se las trabajara, era un negocio más lucrativo y menos riesgoso que la compra de tecnología moderna para la producción intensiva.
En 1944, la Sociedad Rural (otra vez) decía: “en la fijación de los salarios es primordial determinar el estándar de vida del peón común. Son a veces tan limitadas sus necesidades materiales que un remanente trae destinos socialmente poco interesantes.”
Ni siquiera la política de desarrollo económico que impulsó Perón logro romper con el subdesarrollo agropecuario. En el “granero del mundo”, siempre se favorecieron los dueños de las tierras, los grandes productores. ¿Hace falta mencionar el menemato?
El peón claro está, invariablemente fue sometido a una vida un poco más digna, digamos, que la de los propios animales.
De esta manera, gracias al campo, todos estos años se ha venido desperdiciando: la fuerza de trabajo, las grandes extensiones de tierra, los capitales, el producto y las posibilidades de desarrollo.
Hoy día un terrateniente paga anualmente por hectárea en impuestos, mucho menos de lo que puede llegar a pagar cualquier cristiano por un dos ambientes.
Lo lógico sería que las retenciones sean solo para estos históricos latifundistas, los que apoyaron todas las dictaduras militares y aún alimentan la dictadura económica. Es utópico implorarlo, pero debería distribuirse la riqueza de una vez por todas. Si es necesario incluso, no estaría mal importar alimentos, para el caso es lo mismo. ¿O no está claro que estos muchachos vienen desperdiciando hace rato? ¿La señora de la Essen? Ya se le va a pasar, ahora nomás, cuando arranque la novela de las cinco.
La historia argentina, sin ser estrictamente cronológicos, nos deja ver –fácilmente- que (toda la vida) la oligarquía de los terratenientes se ha cagado (con mucho olor a bosta) en nuestro país, defendiendo solamente su fortuna.
En 1931, la Sociedad Rural se oponía al uso del tractor y proponía seguir trabajando con caballos. Así se defendían los “intereses del país”, decían. Veinte años después insistían con lo mismo: “es más fácil que llegue pasto al estomago de un caballo que nafta al tanque de un pesado camión”, proclamaban.
En la década del sesenta, Argentina tenía dieciséis veces menos tractores que Francia, y diecinueve veces menos tractores que El Reino Unido. Argentina consumía ciento cuarenta veces menos fertilizantes que Alemania Occidental. Los rendimientos de trigo, maíz y algodón de la agricultura argentina eran mucho más bajos que los de los países superdesarrollados. Sepamos diferenciar, en proporción, las superficies de hectáreas arables de nuestro país con las de los otros mencionados.
Por supuesto que en aquellos tiempos los dueños de las tierras ganaban más que suficiente, el interés privado del productor estaba en las antípodas del interés de la sociedad en su conjunto.
En 1968, el dictador Juan Carlos Onganía, intentó aplicar un nuevo régimen de impuestos a la propiedad rural. El proyecto consistía en cobrar más caro los tributos a las tierras improductivas que a las productivas. Los ganaderos montaron en cólera y Onganía se tuvo que meter el nuevo sistema en el upite. La extensión de las propiedades, aunque no se las trabajara, era un negocio más lucrativo y menos riesgoso que la compra de tecnología moderna para la producción intensiva.
En 1944, la Sociedad Rural (otra vez) decía: “en la fijación de los salarios es primordial determinar el estándar de vida del peón común. Son a veces tan limitadas sus necesidades materiales que un remanente trae destinos socialmente poco interesantes.”
Ni siquiera la política de desarrollo económico que impulsó Perón logro romper con el subdesarrollo agropecuario. En el “granero del mundo”, siempre se favorecieron los dueños de las tierras, los grandes productores. ¿Hace falta mencionar el menemato?
El peón claro está, invariablemente fue sometido a una vida un poco más digna, digamos, que la de los propios animales.
De esta manera, gracias al campo, todos estos años se ha venido desperdiciando: la fuerza de trabajo, las grandes extensiones de tierra, los capitales, el producto y las posibilidades de desarrollo.
Hoy día un terrateniente paga anualmente por hectárea en impuestos, mucho menos de lo que puede llegar a pagar cualquier cristiano por un dos ambientes.
Lo lógico sería que las retenciones sean solo para estos históricos latifundistas, los que apoyaron todas las dictaduras militares y aún alimentan la dictadura económica. Es utópico implorarlo, pero debería distribuirse la riqueza de una vez por todas. Si es necesario incluso, no estaría mal importar alimentos, para el caso es lo mismo. ¿O no está claro que estos muchachos vienen desperdiciando hace rato? ¿La señora de la Essen? Ya se le va a pasar, ahora nomás, cuando arranque la novela de las cinco.
Bibliografía consultada: La venas abiertas de América Latina
(Eduardo Galenao)
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